Hace poco más de un mes que volvía de Lisboa de realizar el segundo Ironman de mi #RetoPichón 2019.
Ya os he contado con anterioridad, que la razón que mueve mi reto de este año son 7 niños muy especiales a los que humildemente me he propuesto ayudar, unos niños que sin darme cuenta se han convertido en parte de mí.
Pues bien, el pasado sábado, 29 de junio, llegaba a Madrid para realizar la tercera prueba del #RetoPichón de este año. Ainara, este es el nombre de mi amiga, de mi “compañera” en este viaje, una pequeña de 11 años por la que me iba a dejar la piel, en todos los sentidos, con tal de conseguirle su medalla.
Había sido una semana muy dura en lo que a trabajo se refiere, muchos viajes programados que me habían imposibilitado realizar mi entrenamiento con “normalidad”. Era consciente de que llegaba a Madrid muy justo de fuerzas, pero solo hizo falta recordar el motivo por el que estaba ahí para que esas fuerzas llegaran de la mano de los siete niños del #RetoPichón 2019.
Como os iba diciendo, el sábado por la tarde llegué a Madrid, a La Casa de Campo. Lo primero que me impresionó fue el terrible calor que hacía. Los termómetros de la capital rozaban los 50 grados, una espantosa ola de calor estaba azotando gran parte del país y me avisaba de que la prueba que me esperaba iba a ser mucho más dura de lo previsto.
Como viene siendo habitual, solo quedaba cenar y descansar. Mañana lo íbamos a agradecer.
Domingo, 30 de junio, 05:30 a.m.: Llegó el gran día. Tras ducharme y desayunar, me dirigí al lugar donde se realizaría la prueba, a la zona de boxes. Allí dejé todo el material después de revisarlo una y otra vez y de ver que no faltaba nada.
Solo quedaba esperar a que el reloj marcara las 07:30 a.m. para que todo comenzase. Estaba preparado, con más ilusión que nunca, sintiendo muy cerca a Ainara.
Pistoletazo de salida y al agua. Disfruté de cada brazada. El calor no había hecho acto de presencia todavía y la temperatura del agua era perfecta. Terminé esta primera etapa sin ningún tipo de problemas.
Corriendo, me coloqué el casco, me calcé las calas y me monté en la bicicleta. Me quedaban por delante 90 duros kilómetros y era muy consciente de que iba a costar. Ya sí, el sol empezaba a tomar el protagonismo de la jornada.
Arranqué tranquilo, dosificando las fuerzas porque sabía que el calor podía dejarme sin energía antes de tiempo. Poco a poco me iba sintiendo mejor encima de la bici, llevaba buen ritmo y empezaba a ver la meta cada vez más cerca. Había llegado al km 40 cuando me caí. Un despiste al beber agua me hizo perder el control de la bicicleta y salirme por el arcén. Tras el golpe, conmocionado, fui haciendo mentalmente una radiografía de mi cuerpo para saber si tenía algo roto, esa era mi mayor preocupación. Por suerte, solo tenía el cuerpo magullado, con las heridas típicas por haberme arrastrado por el asfalto.
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Los trabajadores del Samur me ayudaron a levantarme y me hicieron las curas pertinentes para seguir con la prueba. Después de algo más de media hora, conseguí volver a la carretera con el único objetivo de concluir la etapa, pero para mi sorpresa, la caída también había estropeado el cambio de marcha de mi bicicleta. Este segundo tramo se estaba complicando por momentos, la línea de meta quedaba aún muy lejos.
Mi cuerpo, dolorido, sufría con cada pedalada, y justo cuando las fuerzas empezaban a fallarme apareció en mis pensamientos mi amiga Ainara, fue ella la que me llevó al final de este tramo que tan difícil se me había puesto.
El día seguía avanzando y las temperaturas habían llegado a su máximo esplendor. Todo lo rápido que pude, me cambié de calzado y eché a correr. Mis piernas, a su ritmo, avanzaban km a km hasta la línea de meta.
Tras muchas horas de competición lo conseguí. Llegué el último, pero la sensación que guardo para mí es de victoria, de felicidad porque Ainara tendría su medalla.
Sin apenas tiempo para descansar, cogimos el coche y volvimos para Sevilla. De camino a casa llamé a la madre de mi amiga para decirle que tenía muchísimas ganas de ir a Jerez para verlas y entregarle a Ainara la medalla que tanto se merece.
Este miércoles iba a estar trabajando por la zona así que aproveché el viaje para ir a ver a mi amiga. Llegué a Upacesur y allí estaba Ainara, la niña de la sonrisa eterna. Junto a ella su madre, Sandra, y su hermana Idania, de un añito. La abracé, la agarré fuertemente de la mano y le dije una y mil veces te quiero aunque ella no me entendiera.
Yo me sentía feliz por estar allí, por poder colgarle del cuello su medalla y darle su regalo, pero a su vez fueron momentos muy duros porque es aquí cuando verdaderamente te das cuenta de la crueldad de su discapacidad.
Para quien no lo sepa, Ainara no puede comunicarse, no puede moverse y tampoco puede comer sin la ayuda de alguien. Sandra, su madre, es la persona que siempre está a su lado y admiración es lo que siento por ella, por despertarse cada mañana con energías renovadas para darle todo lo mejor a su hija.
En ese rato que estuve con ellas comprendí cómo tiene que ser un día a día en la vida de Sandra, cómo ha tenido que aceptar y convivir con esta dura enfermedad, y cómo se ha adaptado a una realidad que bien podría ser la peor de las pesadillas.
Se hacía tarde, había llegado la hora de irse. Me despedí de todas y les prometí que volvería muy pronto a verlas.
De camino a casa estaba muy emocionado por lo vivido esa tarde. No paraba de pensar en todas aquellas familias que vivían lo mismo que Sandra. Desde aquí os animo a que ayudéis a estas familias que tanto nos necesitan.
Ahora toca seguir entrenando para superar los 4 Ironman que me faltan de este #RetoPichón. Me quedan unos meses muy duros por delante pero con “mis 7 fantásticos” estoy seguro lo lograré.